Irán y la bomba

Si la definición teórica de la locura es la incapacidad para distinguir la realidad de la ficción, entonces el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, es un hombre clínicamente loco.
Luego de pronunciar un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2005, Ahmadineyad le dijo a un clérigo de su país que había sentido que durante los casi treinta minutos de duración de su ponencia ni uno solo de los cientos de delegados había pestañeado. ¿La razón? Pues que una figura celestial islámica había mantenido los ojos de los numerosos presentes abiertos para recibir el mensaje de la república iraní. El milagro se acentuaba a través de un halo de luz que supuestamente se había formado encima de su cabeza.
Uno de sus primeros actos de gobierno fue asignar dinero a la mezquita Jamkaran, ubicada cerca de la ciudad sagrada de Qum, a la cual retornará Abdul Qassem Muhammad, el duodécimo imán que se ocultó en el siglo X y, conforme al relato de la tradición chiita, reaparecerá como el Mesías.
En las tres religiones monoteístas, la era mesiánica puede advenir de dos maneras posibles: bien cuando la Humanidad haya alcanzado un estadio de hermandad universal (un escenario del tipo el-león-descansa-al-lado-del-cordero), bien cuando suceda exactamente lo contrario: que en el mundo haya tal anarquía, tanto desorden y maldad, que sólo la llegada del Mesías pueda reencauzar el rumbo del planeta. Si Ahmadineyad suscribe esta última visión del fin de los días, ¿qué mejor que precipitar una guerra nuclear que acelere el momento del Apocalipsis?

Hoy, a pesar de su inferioridad militar frente a Occidente, esta república islámica está financiando y armando a agrupaciones terroristas en El Líbano, la Franja de Gaza, Irak y Afganistán, desafía constantemente a la potencia americana (en Irán se conmemora oficialmente el "Día de la Muerte a América") y su líder se permite amenazar a todo un continente: así, ha advertido a la Unión Europea de que "podría salir herida" si apoyara a Israel (país al que, a su vez, anhela "borrar del mapa") o se opusiera a las aspiraciones no convencionales de Teherán.
Es evidente que un Irán armado nuclearmente se atrevería a desequilibrar aún más el orden mundial, entre otras cosas, aumentando su poder de influencia en el Medio Oriente. Y que no haya lugar para el engaño: de acceder al control del petróleo mesooriental, Irán no buscaría un alza del precio del barril de crudo para incrementar sus ganancias: más bien procuraría paralizar la economía mundial. Inauguraría una era de chantaje político-económico pocas veces vista en la historia. La meta del régimen clerical iraní es ideológica y teológica, no materialista.
A estas alturas resulta claro para todo ser pensante que Irán no debe acceder al armamento nuclear. La pregunta es cómo evitarlo. Las opciones barajadas hasta el momento han sido cuatro:

– Imponer sanciones diplomáticas y económicas a la república islámica para hacerla entrar en razón. Ésta ha sido hace tiempo una aspiración estadounidense, pero con China y Rusia –con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU–oponiéndose públicamente a tal noción, ha sido, hasta el momento, fútil.
– Provocar un cambio de régimen en Irán. Hay mucho descontento doméstico con la teocracia islamista, descontento que podría ser capitalizado por Occidente. No sólo los judíos, los cristianos, los kurdos, los zoroastrianos, los bahais y otras minorías son discriminadas en Irán, sino que incluso los musulmanes sunitas sufren restricciones a su libertad religiosa (en Teherán, por ejemplo, los sunitas no pueden tener su propia mezquita, mientras que sí pueden en Roma, Washington o Tel Aviv). Ésta es la opción ideal, pero puede requerir mucho tiempo, tiempo del que, a día de hoy, no dispone Occidente.
– Atacar militarmente a la teocracia islámica. La opción menos deseada pero la que más chances tiene de ser exitosa. Los costos serían elevados: el precio del barril de petróleo superaría los 100 dólares; Irán podría cortar sus exportaciones de crudo (2,5 millones de barriles diarios), bloquear el estrecho de Ormuz, activar células terroristas en todo el orbe e incluso atacar militarmente determinadas naciones (a Israel, seguro). Sin embargo, si ninguna de las otras alternativas fuera implementada efectivamente, o si lo fueran pero no se obtuvieran los resultados esperados, entonces este curso de acción no podría ser descartado, dado que el mundo libre no podrá permitir que una nación liderada por fanáticos mesiánicos apocalípticos cruce el umbral nuclear.
¿No le he convencido? Entonces pregúntese esto: ¿es preferible una guerra librada por Occidente contra un Irán convencional o una guerra librada por un Irán nuclear contra un Occidente tomado por sorpresa?
JULIÁN SCHVINDLERMAN, analista político y autor de Tierras por paz, tierras por guerra.
(artículo publicado en Libertad Digital)
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